“Mucha
gente prefiere la noche al día. Siendo así, quizá deba seguir el consejo de no
pensar tanto en el pasado, y de mostrarme más optimista y aprovechar al máximo
lo que me reste del día.”
Quien así habla es el mayordomo
Stevens, un hombre ya maduro, en la etapa del balance acerca del éxito o el
fracaso de su absoluta entrega a su trabajo. Stevens se conformará con haberlo
intentado, sea cual sea el resultado. Una pregunta queda en el aire: ¿basta con
la buena intención para justificar una vida? Y ¿quién juzga lo que es
suficiente?
Stevens vive la vida de modo vicario:
él sirve a su señor y su señor sirve a la política y al país. El problema surge
cuando la equivocación del amo arrastra consigo al criado. La sensación de
fracaso es percibida muy pronto por el lector. El punto de vista tan personal
del protagonista nos permite muy pronto conocer sus limitaciones y saber que
sacrificó su vida a un empeño equivocado. ¿O quizás no? Su intención fue buena,
su sacrificio excesivo, su error manifiesto… ¿No es este un problema común
entre los seres humanos? ¿Qué es mejor, reconocer el fracaso, o intentar no
pensar más en ello? Unas sutiles preguntas surgen cuando cerramos el libro.
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