“El señor de los Anillos” de Tolkien esconde, bajo su apariencia de
obra juvenil, el trabajo de toda una vida de un profesor de Oxford, de
inteligencia, cultura y erudición no comunes. Se trata de una obra elegante,
digna, y a menudo severa y trágica, que nada
tiene que ver con una ciencia ficción
absurda y truculenta a la que nos ha acostumbrado algún cine.
“El
Señor de los Anillos”, no es una obra infantil, ni es adulatoria para
jóvenes y mujeres, ni tiene sexo ni éxitos mágicos; predomina en ella la paleta
gris y la seriedad trágica, mezclada con la sencillez de la vida de los Hobbits
y la maravillosa belleza eterna de los Elfos.
El éxito de Peter
Jackson radica, a juicio de la mayoría, en
su fidelidad al texto original, unido a una excelente localización,
interpretación, música y efectos especiales, que sin embargo no dan a la película
sensación de artificialidad. Han sido recreados los ambientes pacíficos y
sencillos de La Comarca, los mágicos de Rivendale y Lòrien, los horribles e
inhumanos de las torres de Mordor, los impresionantes subterráneos de las Minas
de Moria, la terrible batalla del Abismo de Helm, y especialmente, la escena
inicial, la batalla entre las fuerzas bestiales de Sauron contra la alianza de
hombres y Elfos, donde conocemos el origen del Anillo y su terrible poder. Todo
este mundo épico nos introduce por contraste en el pequeño universo de unos
seres modestos, pequeños, sometidos a un esfuerzo ímprobo, no por afán de
aventuras, sino por una imperiosa necesidad, por una amenaza inminente que
obliga a sacar de sí las mejores fuerzas, mostrando cómo la fortaleza se basa
en la vulnerabilidad.
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